Esto no va a ser fácil, así que empezaré por una confesión personal. Pertenezco a una generación que heredó la afición taurina. Mis padres eran grandes aficionados e, incluso, nos llevaban a las corridas de toros cuando éramos pequeños. Esto era algo bastante normal en aquella época, años cincuenta, sesenta, setenta. Por supuesto mis padres amaban a los animales, hasta el punto de hacer de nuestra casa una pequeña Arca de Noé.
Estuve mucho tiempo sometida sin remedio a la fascinación que me causaba el duelo a muerte entre el hombre y la bestia. Acudía a las plazas, aspiraba el aroma característico del albero humedecido, el olor recio de la ganadería mezclado con el tinte dulzón de la sangre caliente. Me identificaba con la turba enfebrecida, contenía la respiración ante el valor y la gallardía del torero – cuando la había -, me maravillaba de puro miedo con la casta del toro bravo, con la peligrosa sagacidad del toro que salía “resabiado” y olfateaba la carne despreciando el “engaño”, me avergonzaba y sufría ante la angustia del manso que buscaba desesperadamente las “querencias”, o ante la torpeza imperdonable del torero, que, por mediocre o cobarde, pinchaba en hueso y entraba al descabello un sinfín de veces alargando la agonía de un animal que había demostrado ser cien veces mejor que él. También agité pañuelos blancos pidiendo laureles para los héroes victoriosos. Esto quiero que quede claro para que nadie me acuse no entender la “Fiesta”.
Por muchos años viví con esa contradicción que arrastramos muchos españoles, que nos declaramos amantes de los animales - y en un alto porcentaje lo somos - pero no podemos evitar caer subyugados ante el espectáculo taurino.
No sabría decir en qué momento la balanza de mi contradicción se decantó a favor del toro, a favor del animal, a favor de la vida y en contra del espectáculo de su martirio y su muerte aplaudida y celebrada. No sabría indicar con precisión cuál fue la primera tarde en la que me sentí envilecida al verme sentada entre aquella multitud enfebrecida con la que ya no me identificaba. No recuerdo cuándo me pregunté por primera vez cómo se le explica a un niño que no se debe maltratar a un perro, ni disparar a un elefante por deporte, ni aporrear a una cría de foca para arrancarle la piel, pero que sí se debe aplaudir cuando se acuchilla a un toro con banderillas o con una pica. Ni recuerdo cuando empecé a sentir repugnancia de ver mi bandera ultrajada por el símbolo de la barbarie. Ni cuándo vislumbré con claridad que para demostrar arrojo y valor en esta vida no es necesario masacrar a una res. Ni cuándo llegué a la conclusión de que, mientras exista el toreo, será imposible establecer en este país una Ley de Protección hacia los Animales que sea efectiva.
Supongo que fue el resultado de una evolución natural, una evolución hacia un concepto del respeto por la vida en el que no tienen cabida las tradiciones que se alimentan del derramamiento de sangre, por muy arraigadas que estén en nuestra tierra. No hablo ya de extender la pancarta pro derechos de los animales, pancarta que llevo en las manos de forma permanente y que desplegaré siempre que haga falta, pero no aquí. No es mi intención sustentar de carroña a aquellos que insisten en absurdos argumentos como que el toro no sufre o que disfruta mucho en una plaza porque así puede demostrar su bravura.
No. Lo que me decantó por rechazar tajantemente lo que antaño apoyaba no fue sólo eso. No fue sólo la visión de un animal echando sangre por la boca, mugiendo de dolor, acorralado y sin posibilidad de defensa. No fue el impacto que me causó, la última vez que acudí a una corrida, ver a un toro parpadear mientras le cortaban una oreja, cuando se suponía que ya estaba muerto. No. Después de la tortura por la que había pasado eso podría pasar por algo puramente anecdótico. Lo que me hizo replantearme mi presencia en los tendidos, lo que me hizo sentir mal, mal y cada vez peor, hasta que se me hizo insoportable, fue la visión de la gente, gente entre la que yo me encontraba, la visión de nosotros mismos entusiasmados ante el espectáculo de la sangre y el sufrimiento.
En la cruzada por los derechos de los animales existe una razón de fondo que camina oculta bajo la sombra del simple bienestar de dichos animales, una razón que trata de pasar desapercibida fijando la atención en lo que ellos sientan o padezcan; nosotros. Porque nuestra actitud hacia los animales nos define, al igual que nos define nuestra actitud hacia el entorno, hacia la naturaleza y hacia el resto de los seres humanos. Y llegados a este punto cabría preguntarse, que fue exactamente lo que me sucedió a mí, qué clase de instinto primitivo satisfacemos cuando llegamos incluso a pagar una pequeña fortuna por una entrada de reventa para ver un pulso a muerte entre un ser humano y un animal. Porque si nos escudamos en la tradición, da miedo pensar que esta tradición en concreto se desarrolló en el seno de una sociedad que asistía a las ejecuciones, incluso a las hogueras de la inquisición, con los niños aupados sobre los hombros, una sociedad que aprobaba la mutilación de los delincuentes y que dirimía sus diferencias en duelos a muerte al amanecer.
En nuestra natural evolución hemos superado el integrismo de la religión, - algunos incluso hemos superado la religión -, los castigos físicos en pro de la integridad y dignidad del ser humano y la violencia como arma para resolver nuestras diferencias. Pero esa misma evolución, que de forma natural debía haber abandonado en la cuneta cualquier indicio de gusto por la brutalidad, se quedó atascada en una plaza de toros. Ignoro los motivos. Puede que se trate simplemente de una cuestión económica. Sólo así se explicaría que se prohíban las peleas de perros y se patrocinen los toros, sólo así se justificaría la hipocresía de una sociedad que prohíbe la eutanasia, penaliza el suicidio y denuesta el aborto en pro de la vida humana, pero que defiende su asistencia a una plaza argumentando que cada cual es muy dueño de hacer con su vida lo que quiera, y si el torero se la quiere jugar, pues allá él.
El toreo mueve muchos millones, puestos de trabajo, turismo, etc. Responde a una demanda. Pues no deja de ser lamentable que sea así, que siga habiendo tanta gente que necesite satisfacer ese instinto primitivo y salvaje, como no deja de serlo que entre esa afición predominen personajes de incuestionable nivel social, cultural e intelectual, que se arrojen al albero de una plaza para ser pisoteados por los cascos del caballo de un picador, tantos siglos de progreso, de ilustración, de reformas orientadas a la convivencia, a la paz, al entendimiento, a la erradicación de una violencia que arranca de nosotros lo que tenemos de humanos y racionales, todo ese progreso conseguido tras haber sufrido guerras devastadoras, tras haber superado diferencias religiosas, tras haber luchado y derramado sangre para devolver sus derechos a esclavos, a mujeres, a trabajadores, a homosexuales, a nuestros niños, a los animales, tras haber trabajado tanto y tan duro por estar orgullosos de nuestra condición humana y por poder caminar por el mundo con la cabeza alta.
En cualquier caso, la cuestión es lo suficientemente grave como para no andar perdiendo el tiempo tratando de averiguar de dónde nos viene ese regusto por la bestialidad. Algunos le llaman morbo. Bueno, pues será morbo. Aunque no nos olvidemos de que morbo es sinónimo de enfermedad, dolencia, padecimiento. Será esa estúpida creencia de que contemplar impasibles la tortura de un animal indefenso nos inviste con una especie de halo de dureza y madurez ancestrales que nos define como pertenecientes a una raza de bravura sin igual. O será la excitación de poder ver a un hombre con media cara colgando, como le pasó al torero Jesús Franco Cardeño, o de contar ahora con un José Tomás que garantiza sangre humana fresca. Es el hecho de saber que asistimos a un circo romano en el que siempre, siempre, habrá sangre, sea del animal o del hombre, y es un instinto enfermizo, el mismo que lleva a muchos a pegar la cara frente a la pantalla del televisor cuando se anuncian imágenes “que pueden herir la sensibilidad del espectador”, a detenerse a contemplar una pelea en la calle comiendo pipas o a grabar con el móvil a un hombre que amenaza quemarse a lo bonzo. Y deberíamos luchar con todas nuestras fuerzas contra ello, contra ese instinto malsano reducto de otras épocas que ya parecían superadas.
Espero con ilusión un futuro en el que nuestro apoyo a la selección española de cualquier deporte no se vea ensombrecido por forofos vestidos de toreros y banderas mancilladas con el símbolo de la crueldad. Espero que España deje de ser el paraíso del espectáculo de la sangre y el sufrimiento. Espero que algún día nosotros mismos dejemos de identificarnos, con patético orgullo paleto, como “los más bestias del barrio” a nivel internacional. Nunca me importó lo que piensen de nosotros allende nuestras fronteras, teniendo en cuenta además que la mayoría de asistentes a los sanfermines, por ejemplo, son extranjeros. No siento ningún tipo de complejo frente a nadie. Pero me importa lo que somos. Y lo que hacemos. Y las víctimas de lo que hacemos. Preferiría ver en mi bandera la silueta de Don Quijote, identificarnos como el país que alumbró a Cervantes, quien nos definió y caricaturizó con tanto tino y tanta maestría, identificarnos como un pueblo capaz de darlo todo por un ideal, por un sueño, por un espejismo.
Somos españoles, triunfamos en todas las esferas, tenemos un estilo de vida que es un ejemplo a seguir incluso en sociedades más avanzadas que la nuestra. No podemos continuar con esto. Por nuestra propia dignidad. Por nuestra propia identidad.